LA PUERTA DE ATRÁS

Llamó por la puerta de atrás. Hacía demasiado calor para ser Agosto, siempre hacía calor en aquel infierno de ciudad. Quedó infectado en el viento y sentía escalofríos por el sudor que le recorría desde las axilas llenas de pelos aplastados hasta los codos rugosos y viejos, como lo estaba él. Se hacía mayor, ¡joder!.
Se peinaba con el agua que se secaba al refrescarse la cara en la pila del baño. El espejo nunca fue justo con él.
Seguía apestando a tabaco y a alcohol cuando llamó a la puerta de atrás. Nunca tenía tiempo ni ganas para una ducha y aunque lo hiciera volvía a apestar a sudor rancio a los pocos minutos de salir del agua.
No sabía que iba a decirle cuando abriera la puerta, pero el primer paso era llamar y a él siempre le habían enseñado a ir paso a paso, despacito y sin prisa. Las prisas son para los muertos, y si no que se lo digan al hijo de puta que se estrelló con su camaro del 69 la semana pasada. Vaya barrio de ineptos. No se puede intentar adelantar a un autobús escolar lleno de críos, ¿es que ya no hay respeto por nada?.
Había pasado ya un buen rato y aquella maldita puerta seguía sin abrirse. Volvió a llamar, necesitaba ver su cara, sus tetas, sus caderas para poder seguir respirando y sentir que no era en vano. Desperdiciar oxigeno de una forma egoísta y estúpida, sobre todo egoísta. Odiaba la gente egoísta y no se perdonaría ser uno de ellos. El mundo debería ser para los que saben aprovecharlo. Y si no sabes te jodes, porque no creo que sea algo que se pueda enseñar en las escuelas. Cada uno que se apañe como pueda. 

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